Una vez tuve un jefe (ahora tengo otra, la tasa de recambio de los puestos directivos en Asturias es inferior a tres años, aunque la impresión generalizada es que se intercambian unas con otros y sólo un pequeño porcentaje vuelve a labores asistenciales, popularmente denominadas la trinchera), un jefe con veinte años de experiencia en tareas de gestión y otros tantos alejado de la consulta, que solía repetirme una de estas frases lapidarias que se te quedan adentro y sirven tanto para convocar un insomnio como para entretener una tarde de domingo: “Si Primaria funcionase bien, vosotros no existiríais”.
Si observan con detenimiento, hay dos premisas contundentes en la sentencia. Dejar caer que Atención Primaria no funciona bien, no es ya simplemente falso si no además altamente cansino. Cuando un director médico hace esta afirmación, no asume errores en el rumbo de la nave ni está en modo autocrítico (se conocen casos), ni siquiera apunta contra instancias superiores, socorridas prórrogas presupuestarias o infatigables fuerzas oscuras de la mitología asturiana. Dispara directamente a la competencia de los profesionales. A su implicación. A su compromiso. Es verdad que en otro entorno, en pleno trance oratorio, llevado por la pasión del discurso podría soltar sin rubor: “La Atención Primaria es la base del sistema, la puerta de entrada, el sostén principal”, y sólo un observador experimentado sería capaz de percibir una breve convulsión bajo el nudo de la corbata, una vocecilla muda íntimamente convencida de que los cimientos son de barro y el porche corre riesgo de derrumbe. En una apasionante vuelta de tuerca, ese mismo directivo desconfiado, persuadido de la inutilidad y propensión a la deserción del grueso de sus tropas, está en condiciones de pronunciar: “Entiéndelo, lo que pides es razonable pero si te lo doy a ti, lo va a pedir todo el mundo”. Esto, referido a emplear días de vacaciones para asuntos de formación, nos lleva a respirar aliviados al comprobar que al menos alguien vela porque el área sanitaria no se desmadre y sus profesionales, de demostrada ineficiencia, corran a taponar sus propias carencias detectadas con algo de conocimiento. Sería el acabose.
La segunda parte de la frase pone en cuestión nuestra existencia, confío en que no la propia, al menos siempre he interpretado que simplemente hacía referencia a que hubiera un equipo de apoyo de cuidados paliativos en Mieres. O eso o teníamos un filósofo al timón y todo hubiera sido pasarle un libro de Viktor Frankl. Y un abrazo. La facultad que tenemos de movernos entre el ámbito del domicilio y el hospitalario nos ofrece la posibilidad de conocer unos cuantos compañeros que opinan del mismo modo, aunque las razones difieran. No hace mucho, el jefe de una especialidad quirúrgica nos regaló un impagable: “Este es un servicio hospitalario, aquí no estamos para hablar con la gente”. El otro extremo lo encontramos en un Centro de Salud, en cierto intachable médico de familia para quien el simple hecho de compartir una duda por teléfono supondría asumir que en ocasiones, en ese mar de incertidubre que se popularizó hace años en Atención Primaria, resulta bienvenido otro remo. Todos ellos, tan esforzadamente distintos, comparten una visión común con el jefe que a mí me parece equivocada: no son necesarios dispositivos especializados en atención al final de la vida. Porque aquí estamos para curar y punto. O porque soy capaz de manejar sin ayuda cualquier situación por compleja que sea, ni que me lo sugiera el paciente. Es tanto como vivir de espaldas a una realidad social que demanda otro enfoque, no un reparto de pacientes como cromos gastados, de esto es tuyo y aquello mío. Que las personas con necesidades de atención paliativa la puedan recibir de forma adecuada, independientemente del punto del sistema sanitario donde se encuentren. Es decir, que todos hacemos, y debemos hacer, cuidados paliativos.
Durante la carrera invertimos gran cantidad de horas en estudiar, por ejemplo, el schistosoma haematobium, hasta el extremo casi de ponerle cara y conocer sus gustos (siempre lo he imaginado con la expresión triste de un profesor portugués que tuvimos, mirando las nubes por la ventana, añorando alumnos menos dormidos). Dedicar cuando menos el mismo tiempo a aprender a escuchar, a explorar los valores de la persona, a comunicarnos, a acompañar, debería ser obligatorio en nuestra formación personal y académica. Contribuiría a superar escaramuzas estériles entre primaria y secundaria, como maliciosamente suele apuntar Antonio Villafaina, derrocaría conceptos tipo “hospitalocentrismo” para generar profesionales comprometidos con una manera de entender y atender. “Personacentristas”, si no queda más remedio.
Ricardo F. Cuadra, Equipo de Apoyo Cuidados Paliativos Mieres, Asturias