A veces no es suficiente con la primera frase, con las palabras que lo dicen todo y se callan lo esencial. Ana ha muerto esta mañana. A veces, muchas en este trabajo, hay que intentar pararse. Esta es mi forma, pido perdón si os resulta innecesaria o equivocada.
Nos conocimos hace seis semanas. El verbo quiere ser exacto, hay personas que demuestran mucha reflexión previa, que desde la primera mirada te permiten asomarte a su historia, como si lleváramos toda la vida escuchándonos, como si nos conociéramos en profundidad, como si no quedaran seis semanas. O tal vez por eso, porque se acaba el tiempo y lo que no digamos quedará sin compartir.
Ana hubiera cumplido cuarenta años este verano. Me dijeron que las personas jóvenes nos sitúan delante de un espejo. Me lo dijeron, es verdad, cuando yo era más joven. Era, cuesta emplear el pasado pero lo es, todo lo es, extremadamente celosa de su autonomía. Quería saber para poder decidir, abrazar en el caos los pedazos más íntimos, ser capaz de ordenarlos, todo aquello que el cáncer no debía arrastrar.
En ocasiones, cuando aún no hemos cumplido nuestro ciclo vital, cuando quedan libros, viajes, música, sexo pendiente en nuestra biografía, la maquinaria sanitaria te golpea con toda su iatrogenia paternalista y rellena esos huecos con tendencia al optimismo injustificado, procedimientos diagnósticos que no cambian la actitud práctica, tratamientos de dudosa efectividad. Con toda una tradición aceptada socialmente en nuestra cultura donde, total para lo que queda, es mejor no decir. Suavizar puede ser legítimo, incluso adecuado, pero para Ana fue doloroso. Un dolor añadido.
Explicaba muy bien la congruencia. La distancia entre el discurso y el lenguaje no verbal. La mirada ausente. Reclamaba sinceridad de manera feroz, sensata. Y tenía, tiene, un extraordinario entorno familiar, capaz de respetar y estar cerca. En el cuidado nos encontramos, nos reconocemos personas, pertenecemos y sin embargo, qué poco hablamos de algo tan valioso. Cuánto nos enseña y nos devuelve.
A través de Ana dolían los días hurtados a su necesidad de despedirse, a la pretensión de dejar más tranquilas ciertas cosas, de terminar algunas conversaciones. Su deseo calmado y no satisfecho cuestiona de lleno la raíz de nuestro modelo de atención. Pasar por allí no es acompañar. Nos acorazamos frente al sufrimiento sin comprender que la emoción que se comparte en absoluto menoscaba nuestra profesionalidad, sencillamente nos completa. Ese momento líquido en el que somos.
Crecimos en uno de esos dormitorios puente que buscaban aprovechar el espacio hasta lo inverosímil. Engendramos sueños inmensos en lugares así, más proclives a la asfixia. El material para curas ha arrumbado alguna foto, donde no la reconozco. Por la ventana entreabierta se filtra el silencio extraño de la cuarentena. Un hilo de luz pasea por la almohada y por su hombro, escapa. A ratos se diría que sonríe, otros parece no entender. En una de esas camas entre muebles se murió, se muere Ana.
Ricardo F. Cuadra, Equipo de Apoyo Cuidados Paliativos Mieres, Asturias