Oliver Sacks murió el 30 de Agosto de 2015 y, a día de hoy, aún resuenan dentro de mí algunas de las frases que escribió al enterarse de que padecía cáncer en fase terminal. Creo fervientemente en que la actitud por la que optas ante las vicisitudes de la vida es lo único que nadie te puede arrebatar y sus palabras, para mí, fueron una clara evidencia de ello. El texto al que hago referencia, titulado “De mi propia vida” y publicado en El País, ahonda en el sustrato más humano, en el eje que mantenía en pie la cubierta del reconocido neurólogo y escritor.
Pienso que como buen médico, Oliver Sacks, quiso dejar conocimiento de lo que había aprendido de la ciencia de la vida. En la conclusión de su texto escribe “He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores”. Sospecho que estas líneas resumen las cosas que dieron sentido a su vida. Una vida que él percibía como plena. Y casualmente, son las mismas cosas en las que quería invertir el tiempo que le quedaba: “estrechar mis amistades, despedirme de las personas que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento”. Una demostración de que deberíamos vivir la vida del mismo modo en que viviríamos la muerte. De hecho, si lo pensáis con detenimiento, hacemos ambas cosas al mismo tiempo.
Necesitamos descubrir cómo allanar el camino para conseguir ese “desapego a la vida” del que hablaban Hume y Sacks. Necesitamos descubrir el propósito, alguna finalidad, las aspiraciones o los proyectos que le confieren sentido a nuestra existencia. Necesitamos aprender qué o quiénes somos fuera de nuestra piel. Necesitamos recapacitar sobre lo que nos une y nos conecta con las personas y con el propio universo. Perseguir la ansiada meta que supone hallar el sentido. Ese sentido que remarca Viktor Frankl en su libro “El hombre en búsqueda de sentido” y que Oliver Sacks encontró.
Una gran lección se escondía tras sus líneas “No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud”. Palabras con las que define a la perfección lo que experimentamos al VIVIR. Y quizá, también, lo que nos gustaría sentir justo antes de morir. Una prueba clara de que ambas dualidades van de la mano, se suceden y se abrazan. Forman parte de nosotros mismos. ¿Hay algo más innato que el miedo a morir? ¿Hay algo más humano que la gratitud por lo vivido? Posiblemente sea el miedo a ese momento final lo que nos otorga la auténtica motivación para reflexionar y dar gracias a la vida. Un simple ejemplo de que tenemos opción de ver la muerte de un color diferente al negro.
Iris Crespo (Psicóloga especializada en atención paliativa integral a personas con enfermedades avanzadas)