Siendo yo pequeña me contaste que las estrellas conspiran de noche y deciden nuestro destino. Supongo que llegado el momento idóneo es imposible contradecirlas ¿no? Tengo ganas de gritar, de revelarme. Es inevitable, es tan instintivo que resulta inexplicable. Siento como empuja mi estómago obligando a las palabras a salir a la superficie. Pero al abrir la boca, sólo sale silencio.
Quizá sea el influjo de este lugar… Mira a tu alrededor. Somos testigos de una obra de arte de la naturaleza ¿no crees? ¡Fíjate! Una paleta de colores nos rodea; la arboleda algo verde y amarilla, las flores rojas y las nubes blancas que se extienden en el cielo azul e iluminan el gris de la piedra. Y este inmenso mutismo… Sólo roto por el roce de las hojas de los árboles, mecidas por la leve brisa que sopla como una nana. El universo parece preparar el escenario mientras el sol enciende los focos que iluminan este rincón en el que sólo existimos nosotras dos.
No sé por dónde empezar, ni tampoco sé por qué me resulta tan difícil hablar contigo. No digo que sea culpa tuya, sé que lo has intentado con insistencia. En todos los recuerdos de mi infancia estas tú. Recuerdo que iba contigo a todas partes, siempre estábamos juntas, nunca hubo nadie más. Durante años, fuiste mi único mundo. Pero sin darme cuenta, al mismo tiempo que crecía salía de nuestra relación de dos y me alejaba. Te dejé. Cuando quise darme cuenta, ya cerraba la puerta de mi habitación con llave y cenaba frente a mi ordenador. Me preguntabas. Sabía que querías conocer más de mí y no te lo permití… No tengo una razón ni excusa alguna. Me he enamorado tres veces ¿lo sabías? Y me han partido el corazón en dos ocasiones. Nada importante, ya apenas pienso en ello…
Sé que esto resultará duro de escuchar, pero te suplico que me dejes terminar. Tengo que confesarte algo… ¿Recuerdas el día de mi cumpleaños? Me llamaste y no respondí. Sé que te dije que estaba con mis amigas y no lo escuche, mentí. Vi el móvil sonar, vi tu número en la pantalla y decidí voluntariamente no contestar. Sentía que éramos dos desconocidas, dos planetas que se cruzan pero que giran en órbitas totalmente distintas.
¡No tengo perdón! Ni siquiera te puedo dar una explicación decente. Sólo sé que no me resulta fácil contarte quién soy yo como mujer. No me resulta fácil exteriorizar las cosas que me hacen sufrir o esas que me duelen tanto que no puedo contarlas sin romper a llorar. No me resulta fácil expresarte el miedo que tengo a ser madre o hablarte de amor… Jamás ha sido fácil crecer ante tus ojos.
Sin embargo, un día como hoy, en el que soy plenamente consciente de que la distancia entre nosotras se ha tornado inexplorable y que hace mucho tiempo que no me abrazas, brota en mí el coraje y la fuerza suficiente para redimirme. Hoy, aquí y ahora quiero decirte aquello que deseaste escuchar y me negué a decir. Quizá lo sepas, lo intuyas o lo des por sabido, pero quiero que lo escuches salir de mi boca. Hace años que guardo con recelo este secreto, incluso me lo oculté a mí misma… La verdad es que la protagonista de cada uno de los fotogramas de mi vida eres tú.
Aprendí a hablar para conversar contigo. Aprendí a caminar para acompañarte al mercado. Aprendí a vestirme para que me vieses guapa. Aprendí a sonreír para ver cómo se dibujaba una sonrisa en tu cara. Lo aprendí todo de ti y por ti, mamá. Al fin y al cabo, te debo el sentido de mi existencia. Te debo cada uno de los momentos mágicos que he vivido, las sonrisas que he compartido, los besos que he disfrutado, las maravillas que he visto y todas las experiencias que conforman quien soy.
Reconozco que en el pasado presumí de no parecerme a ti, me aferraba a la idea de que éramos distintas y que no repetiría tus errores. Estaba equivocada. No es posible diferenciar el reflejo del espejo de la mujer que se mira en él. Tú has sido el molde con el que me he formado, soy la huella que deja tu zapato al caminar. Por eso, a pesar de mi absoluta oposición, ha llegado la hora de que acepte que inevitablemente somos gotas del mismo tintero. Soy fruto de la gran mujer que has demostrado ser. Y le agradezco al caprichoso destino que me otorgara el premio de nacer de tus entrañas.
Dime algo, por favor. El silencio es impaciente y espero tu respuesta a mi plegaria. Una respuesta que no llega y posiblemente nunca llegará. Aun así, permanezco aquí, parada frente a ti. Necesito escuchar tu voz. Resuenan en mi tus palabras “el amor de una madre es tan eterno y universal como la energía que desprenden las estrellas” y me pregunto si el amor de una hija también lo es.
Sucumbo al deseo de tocarte. Pongo la mano donde calculo que está tu corazón pero no hay latido, sólo una fría y sólida lápida que custodia tu cuerpo. Me culpo y me maldigo por haber esperado tanto. Es desgarrador comprender que lo único que puedo hacer por ti ahora es poner un ramo de rosas frescas bajo tu foto y derramar lágrimas de impotencia. Me esfuerzo por cumplir mi promesa de no ceder al llanto, pero en mi memoria se agolpan los recuerdos y el mar de tristeza que ahoga mi garganta inunda mis ojos de agua salada. Lo único que me consuela es este aire otoñal que me arropa y los rayos del sol que me acarician la cara. Tú no estás, mamá.
Vengo hasta aquí para mirar tu foto y ver caer pétalos marchitos de las rosas que la acompañan. Casi puedo imaginar que lloras conmigo. Un volátil instante que resucita en mí la sensación de que seguimos estando conectadas. Y vuelvo a sentirlo, vuelvo a sentir ese algo semejante al calor de hogar.
Iris Crespo (Psicóloga especializada en atención paliativa integral a personas con enfermedades avanzadas)